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Philippe Pinel fue el primer médico al que puede llamarse psiquiatra. En la Francia del siglo XVIII luchó por liberar a los enfermos mentales que hasta entonces vivían encadenados en celdas. Pensaba que las enfermedades mentales podían y debían tratarse, así que solicitó a las autoridades retirar las cadenas con las que se mantenía a los pacientes. Finalmente, mientras trabajaba como médico en Bicêtre, consiguió la autorización para liberarlos y  así comenzó la psiquiatría, gracias a la esperanza de Pinel en sus enfermos.

Desde los tiempos de Pinel durante la revolución francesa y hasta bien  avanzado el siglo XX, la psiquiatría no tuvo tratamientos efectivos. Sólo sabía clasificar, describir e intentar entender aquello que antes se llamaba locura.  Aún llamamos locura a lo que no tiene sentido, a lo ilógico e ininteligible. En esa época las enfermedades mentales eran locura: no se entendían, no se sabía nada de ellas. Pero la esperanza continuó a pesar de que las terapias y los  tratamientos no acompañaban en los resultados. Durante esos años el trabajo de los psiquiatras fue intentar convertir la locura en algo sistemático y estructurado dando lugar a la actual psicopatología, que el mapa que nos guía en la comprensión de los problemas de la mente.

Para alcanzar ese logro se requirieron grandes dosis de esperanza, esperanza para continuar en el campo de batalla sin armas con las que hacer a la guerra, sin tratamientos curativos. Gracias a a la psicopatología los pacientes comenzaron a ser diagnosticado pero también estudiados y cuidados como enfermos y no como fenómenos extraños. Muchas teorías fueron puestas a prueba y refutadas, mientras los enfermos seguían viviendo encerrados en cárceles y manicomios, ya sin cadenas, pero sin tratamientos que pudieran ayudarles.

En 1952, Henri Laborit, un polifacético cirujano francés comenzó a usar durante la anestesia un nuevo fármaco. Se llamaba clorpromazina. Enseguida se dio cuenta de que podía tener una gran utilidad en psiquiatría. Más tarde el Dr. Pierre Deniker comenzó a usarla en pacientes con psicosis, obteniendo resultados espectaculares. Ahora nos puede parecer algo ordinario, pero En esos tiempos nadie esperaba que un fármaco, algo tan físico y mundano, pudiera ayudar a curar una “enfermedad de alma”. De hecho su uso desató grandes protestas entre los psiquiatras de la época que solo entendían la terapia a través de la palabra y los tratamientos morales a pesar de los escasos beneficios que habían reportado hasta el momento.

El hallazgo de que un medicamento podía mejorar las enfermedades mentales supuso una completa renovación de la esperanza, haciendo crecer el tenue rescoldo que todavía persistía desde los tiempos de Pinel. Con la clorpromazina nació la psicofarmacología y comenzaron a diseñarse  innumerables fármacos para tratar las enfermedades psiquiátricas. En realidad el cambio más importante había sido esa nueva promesa: las enfermedades mentales tenían tratamiento.

Tras casi un siglo de aquellos eventos, y a pesar de los múltiples avances que han ido sucediendo desde entonces, muchas veces la ilusión va perdiendo fuerza. Pero si comparamos las vidas que llevan hoy las personas afectadas por una depresión o por la psicosis con las vidas que les tocaron vivir a aquellos que con estas mismas enfermedades tuvieron la mala suerte de nacer un siglo antes, la esperanza debería ser más fuerte que nunca. Sin embargo la  psiquiatría sigue rodeada por ese pesimismo antiguo y sin base fijado como una falsa leyenda.

En las últimas décadas ha aparecido una nueva fuente de optimismo: la neurociencia. Miles de científicos esperanzados (como no podía ser de otra manera) estudian el cerebro y sus alteraciones. Su misión es comprender su funcionamiento normal y también las enfermedades que lo afectan. Puede parecer un objetivo inalcanzable, pero la velocidad de sus avance está siendo exponencial. Cada semana se producen tantos descubrimientos  que es imposible estar al día incluso para los expertos. Hemos aprendido más acerca del cerebro y sus  enfermedades en los últimos veinticinco años que en los últimos tres siglos. La imaginación no da a basto para lo que estamos a punto de ver en los próximos  años.

La psiquiatría, la neurociencia y me atrevería a decir que toda la medicina usan como combustible la esperanza. No hagan caso a los pesimistas, a los que dicen que no hay solución.

Crean en las personas, en los enfermos, en sus posibilidades de salir adelante. Cada vez con más medios y soluciones. Porque sin esperanza seguiríamos haciendo lo que se hacía antes, seguiríamos encerrando a la gente, dándolos por perdidos para siempre. La realidad  contradice el pesimismo, los tratamientos funcionan, las personas se curan.